(Por: Idalia Portillo)
Mi sueño fue en la azotea de un edificio, con el mar verde azulado frente a mí, las nubes formaban un cielo completamente gris y una brisa fría recorría mi cuerpo. Tenía una sensación de tristeza que duele hasta en los huesos, como el dolor de la soledad.
Yo estaba detrás de un hombre que miraba hacia ese mar tan imperturbable e infinito. Los armónicos verdes y grises se mezclaban en ocasiones, tanto que a veces el mar era gris y sus ojos más verdes, desde entonces ese es mi color favorito.
Lo recuerdo distante, de gestos educados, sus manos dentro de los bolsillos, su cara inexpresiva demostraba que estaba sereno o quizás indiferente, o quizás decidido. Sus labios decían algo importante, pero no puedo recordar ninguna de sus palabras, ni siquiera el tono de su voz.
Me desmoronaba en llanto detrás suyo, parecía una despedida y una definitiva, mi mente estaba confundida y mi pecho contraído. Lo soñé muchas veces, hasta reconocer la sensación de tristeza como real. Pocas veces reviví esa sensación en mi vida, a los veinte, camino hacia mi casa, el cielo gris, la brisa fría y la tristeza inundando el recorrido.
Me desmoronaba en llanto detrás suyo, parecía una despedida y una definitiva, mi mente estaba confundida y mi pecho contraído. Lo soñé muchas veces, hasta reconocer la sensación de tristeza como real. Pocas veces reviví esa sensación en mi vida, a los veinte, camino hacia mi casa, el cielo gris, la brisa fría y la tristeza inundando el recorrido.
Hace unos meses apareció otra vez esa sensación, cuando me iba, cuando caminábamos de la mano hacia la estación de tren donde te dejaría y nunca nos volveríamos a ver. Ese día estuve en tu terraza, invitada a ver tu hermoso jardín, pero me encontré en lo alto mirando hacia el cielo muy nublado.
Decidiste usar una camisa verde ese día, ese verde exacto del color de tus ojos y yo sabía que era ese momento. La tristeza nos invadió desde la entrada, desde el beso de saludo, desde el almuerzo, desde que empacaste, desde que decidiste irte, desde que decidí irme, desde que intentamos sonreír y hacer bromas, desde que pasamos por nuestro lugar lleno de rosas y continúa hasta este día en mí. Caminamos hacia el adiós, tomaste mi mano y no me soltaste hasta llegar.
Decidiste usar una camisa verde ese día, ese verde exacto del color de tus ojos y yo sabía que era ese momento. La tristeza nos invadió desde la entrada, desde el beso de saludo, desde el almuerzo, desde que empacaste, desde que decidiste irte, desde que decidí irme, desde que intentamos sonreír y hacer bromas, desde que pasamos por nuestro lugar lleno de rosas y continúa hasta este día en mí. Caminamos hacia el adiós, tomaste mi mano y no me soltaste hasta llegar.
Te dejé frente a la estación, mirándote tranquilamente y te quebraste, lloraste, como yo en el sueño y me abrazaste fuerte, aferrado al tiempo. Luego me dijiste “agradezco la casualidad de conocerte, perdóname por haberme ido tanto tiempo” y, sin embargo, te ibas de nuevo, pero qué podía perdonarte yo, si luego me iría yo para siempre.
Me besaste con mucho pesar, te retiraste y luego me miraste desde lejos, te sonreí y sentí como mi cuerpo se volvía un enorme bloque pesado que se quebraba en trozos, nos tiramos un beso, me faltó la respiración, te perdí de vista.
Ahora la brisa fría no se va de mi lado.
Me besaste con mucho pesar, te retiraste y luego me miraste desde lejos, te sonreí y sentí como mi cuerpo se volvía un enorme bloque pesado que se quebraba en trozos, nos tiramos un beso, me faltó la respiración, te perdí de vista.
Ahora la brisa fría no se va de mi lado.

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